HALLAZGO ASOMBROSO

 Una invitación me había sido hecha, como casi todo lo que vale la pena en el ámbito de la exploración, de manera inesperada. Orlando, tío de Allison, una niña de mi pueblo ganadora del concurso “el niño y la mar”, me habló de aquel paraje durante una visita a mi oficina, como fin de un recorrido guiado que ofrecí a los niños, académicamente destacados, para estimular su desempeño.

Yo que me precio de conocer prácticamente todos los lugares y secretos de la historia y el patrimonio cultural de mi lugar de origen, lo escuché con escepticismo pero con la curiosidad del cronista oriundo de una región que fue parte del famoso Marquesado del Valle de Oaxaca, aunque por su ubicación, con pocas probabilidades que Hernán Cortés, el marqués propietario, hubiera puesto su pie en esta tierra.

-Entre los campos de cultivo de la Colonia Cuauhtémoc, cerca del río “Tepexco”, están las ruinas de un antiguo trapiche. Me dijo Orlando.

-¿Por dónde? Yo recuerdo haber ido por aquellos rumbos varias veces, pero nunca vi nada o me mencionaron de algo así. Contesté.

- El día que quieras, te llevo; concluyó Orlando.

Quedamos de vernos, para arrancar bien el antepenúltimo mes de este año, tan atípico y trágico, el día primero. Efectivamente a las 4:30 de la tarde, estaba en la bocacalle de la granja abandonada de la colonia, hasta donde llegó Ocampo, que así se apellida Orlando, todo sudoroso a causa de la caminata que había emprendido, desde su casa, para vernos a esa hora.

Caminamos por un camino intensamente rojo, emparejado con tezontle; cruzamos algunos campos convertidos en lotes, con una plática común, en la cual rememorábamos las expediciones de la infancia. 

Ambos coincidíamos en los relatos de las caminatas para “pajarear” y cazar tortolitas con la resortera, o las supuestas cacerías para matar iguanas, de las que nunca logramos una presa, pero que nos incrustaban en la memoria, paisajes llenos de luz, de montañas, de ruidos hermosos de apantles chocando contra las piedras y de azules intensos del cielo, interrumpidos algodonosamente, por nubes gordas con aspecto de seres gigantes, corriendo a través de campos suaves y mullidos que se extendían por el horizonte…

Pasamos un gran amate, quemado tal vez por un rayo y partido en dos, pero que todavía se yergue junto a las huellas de un riachuelo ya seco; atravesamos un sembradío de milpa, escoltados por una verde y escandalosa parvada de loros y por fin llegamos a un terreno ocioso, lleno de zacate guineo y con el cadáver de un gran árbol seco y derrumbado.

-¡Por allí está, cerca del cauce del río! Exclamó mi acompañante y guía.

Yo llevaba unos documentos en la mano, una copia del Periódico Oficial del Estado de Morelos, fechado el 29 de agosto de 1921; documento que contenía un decreto en donde se decía que un día como ese, 1 de octubre, pero cien años antes (1920), los señores Ángel Reza y Félix Serrano, representantes del pueblo de Santa Ana Tezoyuca (nombre antiguo del pueblo), habían solicitado se les restituyeran tierras que les habían despojado las haciendas azucareras de Chiconcuac y El Puente; mismas que efectivamente, como prosiguiera el diario, se les dotaron para satisfacer sus necesidades agrícolas.

Me parecía increíble que sin proponérmelo, como una afortunada coincidencia del destino, me encontrara buscando un vestigio de lo que fueran esas importantes empresas agrícolas, exactamente a un centenar de años de haber formulado esa petición de ejidos, los antepasados de mi propia tierra; pero más increíble me resultaba el hecho de que se pudieran encontrar en pie, los paredones y muros de una molienda de caña, desconocida incluso para los vecinos de mi pueblo, descendientes de las familias fundadoras de la comunidad.

Al fin, luego de sortear enredaderas gruesas de quiebraplatos y guías larguísimas de chichicaxtles, se asomó el pilar de aquel fantástico hallazgo. Un pilar hecho de piedras con un hueco casi a la mitad de su altura. A un costado, hacia el lado norte, se pueden ver, a través de varas de huizapoles  y ramas de higuerillas, lo que fueran los restos de la base en donde estuvo un molino accionado por tracción animal, ya sea por caballos, burros o mulas, y frente a lo que a mi parecer fue la parte de descarga de ese hueco, a donde iba el jugo de la caña, un estanque que bordeamos para no tener una caída peligrosa.

Indagué por los caminos que llegaran hasta ese lugar en donde nos encontrábamos, para tratar de dilucidar el origen de esas ruinas y efectivamente, Orlando me dijo que hubo un camino, ya borrado por la hierba de muchos años, que se iba rumbo al sur, atravesaba el río Tepexco y se unía con el camino que atraviesa la colonia “Granjas Mérida” del municipio de Temixco (conocida popularmente como “las Higueras”), pasa por debajo del libramiento de la autopista México- Acapulco y va a dar a la ex hacienda de “El Puente”, ubicada hacia el poniente del municipio de Xochitepec; con lo cual se puede aclarar el origen de la construcción y la propiedad original de este desconocido trapiche.

Regresamos de allí, luego de una sesión de fotos del lugar, de sus alrededores y de una visita al afluente de agua que, en estas fechas, va con un cauce grande y ruidoso; mismo que sirviera como locación de una película mexicana llamada “Viento Salvaje”, pero de lo cual platicaré en otra ocasión en que mis letras se ocupen del séptimo arte y de las comunidades del estado, que han servido como escenario de películas no tan conocidas o exitosas, e incluso de algunas que, al igual que las películas del Santo, rayen en el surrealismo involuntario.

Hoy, como digo en el título de mi texto, celebro y doy noticia de un descubrimiento extraordinario, un hallazgo que doy a conocer a todos, incluyendo a los originarios de mi comunidad, con el fin de conservarlo y replantear la importancia que tuvo ese paraje, aparentemente irrelevante, en la economía y la cultura de nuestra región. 

ULISES NÁJERA










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