EL ÁRBOL QUE SEPARA A LA MUERTE

DESCUBRIENDO TESOROS
Relatos con la memoria desde un oficio intemporal y literario

EL ÁRBOL QUE SEPARA A LA MUERTE
Me di a la tarea de tomar imágenes del otro desastre, del otro temblor que cimbró la fe de la gente. Aquel crujido que se coló a las bóvedas y a las naves de las casas de los “santos”, en toda aquella antigua y olvidada región de la Sierra Montenegro.
Era la semana siguiente del sismo con epicentro en Axochiapan y la tierra todavía olía a raíz de huizache recién desenterrada, a miedo de niños, a flores para muertos huérfanas de repiques de campanas. A todo eso olía el campo sin imaginar aún la sequía de algunos de sus manantiales, como el de San Ramón o Palo Bolero que borboteaban humedad y vida en el municipio de Xochitepec.
Mi amistad con el ayudante del pueblo de Acamilpa en ese año (conocido popularmente como Wily), me facilitaba el ingreso a los edificios coloniales y a las casas dañadas del pueblo. Primero entramos a la iglesia local en donde se dibujaban los arañazos de la hecatombe, pero sin embargo ahí seguían las imágenes religiosas, mudas y empolvadas de sus ropas y con la mirada perdida en no se qué elucubraciones celestiales.
Luego subimos al techo para ver el antiguo campanario inhabilitado de la iglesia y parte de la hacienda de San José, convertida ahora en casa de recreo pero que a pesar de su modesto tamaño, logró una mención honorífica en París en el año 1889, gracias a la calidad del azúcar que producía la familia Araoz allí… Estuvimos un buen rato con el viento refrescándonos la cara y con los ojos descansando en las palmeras y amates que se asoman por encima de las casas.
Entonces Anastasio, como en realidad se llama mi amigo, me dijo escuetamente: -¡Ven! ¡Vamos a un lugar que te quiero enseñar también! Bajamos con cuidado de la torre y caminamos todavía un rato por las calles principales de Acamilpa, esa comunidad que mencionan las páginas del libro “Códices indígenas de algunos pueblos del Marquesado del Valle de Oaxaca, publicados por el Archivo General de la Nación para el Primer Congreso Mexicano de Historia, celebrado en la ciudad de Oaxaca” editado por los Talleres Gráficos de la Nación en 1933; obra que republicara, con un estudio minucioso y en años recientes, la prestigiada investigadora Brígida Von Mentz, pero en la editorial Porrúa.
Llegamos por fin hasta el lugar donde había dejado estacionado su auto Wily y nos dirigimos rumbo a su comunidad vecina de nombre Temimilcingo, pasando una vieja mina de arena que ahora está abandonada y que a veces, cuando las lluvias son muy copiosas, se convierte en una laguna de temporal muy surrealista en esas tierras tan calurosas y áridas del municipio de Tlaltizapán de Zapata.
Paró el auto y me invitó a acompañarlo. Yo estaba intrigadísimo pues se había estacionado justamente en la entrada al panteón comunitario y sin dudar abrió las puertas para pasar sin problemas… Caminamos unos pasos y me guió hacia la derecha. Nos detuvimos enfrente de las tumbas más grandes que había y me dijo: -Aquí están enterrados los integrantes de la familia más importante del pueblo en tiempos de antaño. Ellos eran quienes determinaban el rumbo y las decisiones de todos nosotros. Mira las tumbas, ya están dañadas.
Luego me llevó a los límites de la barda perimetral, colindante con la mina de arena para tomar fotos del derrumbe que había dejado prácticamente colgando los restos de sus finados ocupantes, que eran otros por supuesto; pero lo que más me sorprendió fue cuando me llevó hasta el centro del cementerio, bajo la sombra de un árbol y me dijo: -Hasta aquí es el límite de nosotros. A partir de este tronco para allá, ya son los muertos de los otros, de los de Temimilcingo… si uno de Acamilpa se muere, no puede enterrarse de este lado porque se enojan los del pueblo. Fue un acuerdo que tomaron los tatas, los viejitos antepasados de nosotros con ellos. Un trato que se hizo cuando se construyó la carretera para que pudieran salir a Tlaltizapán los “tilingos” y que vendría a partir a Acamilpa a causa de ese camino. Esa es la razón por la cual, hasta ahora, compartimos el camposanto y la referencia que tenemos y respetamos es este árbol.
Me pareció fascinante la historia y los límites misteriosos que tiene, a veces la muerte. Las fronteras del descanso eterno que permanecen en secreto en los pueblos añosos de Morelos y que continúan anclados por las raíces y los troncos nudosos de una especie endémica, propia de sus campos y sus enigmas.

Ulises Nájera Álvarez. Cronista.


 El árbol del centro del cementerio

 Antigua hacienda de San José   

 Iglesia del pueblo

Vista de Acamilpa desde la torre de la iglesia

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