RECITAL PARA LOS MUERTOS

DESCUBRIENDO TESOROS
Relatos con la memoria desde un oficio intemporal y literario

RECITAL PARA LOS MUERTOS
Llevaba en el corazón un grave tono de bajoquinto, aquel instrumento arcaico que se utilizara desde antes de la revolución y con el cual aún se acompañan los corridistas. Llevaba la caja del instrumento pegada al cuerpo como arma de aquel que está por adentrarse al mundo de los muertos, porque ahí nos dirigíamos Jesús Castro y yo: al viejo panteón de Cuautla, desde donde dijo don Felipe Montero –cronista del sitio de aquella ciudad- que dispararon algunos cañonazos los insurgentes comandados por José María Morelos.
Al entrar al camposanto miramos inmediatamente a la izquierda, a la esquina aquella donde habían enterrado al general Emiliano Zapata, una vez que Guajardo lo había asesinado en Chinameca y lo hubiera exhibido en el exterior del palacio municipal de esa alcaldía.
No teníamos un “norte” o siquiera alguna referencia de la ubicación exacta de la tumba que buscábamos, sólo sabíamos que el más célebre y extraordinario corridista que haya tenido el estado de Morelos, reposaba para siempre al interior de alguna de las secciones de aquel camposanto histórico, plagado de personajes y episodios heroicos.
Buscamos al administrador del lugar, quien nos llevó por los pasillos añosos del camposanto, hasta pasar un monumento dedicado a los soldados que fusilaran las fuerzas de Antonio López de Sanatana en 1855 y llegamos sin problema a la cruz mortuoria que decía escuetamente: Marciano Silva. Entonces preguntamos si no tenía objeción de que cantáramos algunos corridos en honor de aquel jilguero olvidado, ninguneado por la radio y la estridencia de las bandas sinaloenses. El hombre aceptó sin titubear pues sabía que esa alma había estado poblada de música.
Nos sentamos a los costados de su lápida y empezamos nuestro pequeño y anónimo homenaje a don Marciano… nada más irónico que llevar ese nombre extraterrestre del otrora capitán del ejército rebelde, que peleó con más valentía por la tierra.
Hasta mí llegaban las imágenes de la placa colocada fuera de su casa, casi a la altura del parque Zapata: Aquí murió don Marciano. También recordaba la biografía del poeta nacido en Tilzapotla, hecha por Antonio Avitia y que disentía lo acotado por Valentín López González, el cual mencionaba la hacienda de Santa Rosa Treinta, como el lugar de origen del ahora homenajeado.
Lo que más me asombraba era imaginarlo envuelto en humo y olores de pólvora. Resguardado tal vez por algún grueso paredón que lo protegiera de su condición de minusválido y de protagonista de una guerra. Guarecido bajo el peso de una pluma para escribir y un bajoquinto para “cronicar” las epopeyas y desgracias de una revolución enconada y despiadada a veces, como en la masacre de los mártires de Tlaltizapán y que contara detalladamente en forma de una “bola” doble y larga.
Naturalmente salieron de nuestras gargantas algunos “duelos” y “despedidas”, esas piezas tristes con que los señores del gusto velan a alguno de sus compañeros cuando mueren. Igual sonó la danza macabra de Juvencio Robles y el corrido de Luis G. Cartón, pero olvidamos el legendario “saludo místico” en donde el alma del poeta se hermana con dioses del Olimpo y constelaciones del cosmos…
Caía el ocaso de un día de abril de hace siete años, cuando dimos fin a aquel rito, a aquel cúmulo de letras y luceros que bajaron hasta las lápidas de los muertos y vivos de Cuautla y que nos aislaron por unos momentos del mundo, de la realidad virtual del internet y sus redes sociales.
Cronista Ulises Nájera Álvarez.   

 Capilla del camposanto de Cuautla
 monumento a los soldados fusilados por Santana

 Monumento del Gral. Zapata, frente a la capilla del señor del pueblo

 Monumento y tumba actual de Emiliano Zapata

Tumba de Marciano Silva

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