LUZ DE PLATA

DESCUBRIENDO TESOROS

LUZ DE PLATA
El estrépito empezaba apenas pasando la puerta de doble hoja del lugar. De esas piezas de madera hacia afuera, era el mundo de las familias y de los transeúntes comunes, de los peatones simples y aletargados que se ven en el centro de la ciudad de Cuautla. Adentro era el reino de la misa oscura y de los vaivenes del pecado: Las faldas cortas, las estrías en los muslos y las pantorrillas, la celulitis dibujada por debajo de las medias, el humo del cigarro haciendo siluetas por encima de los sombreros de Tlapehuala y los bigotes blancos y recortados de los ancianos que allí frecuentaban. Un ruidero poblado de choques de botellas, vasos de vidrio, carcajadas sonoras en todas las mesas y armonías escandalosas del acordeón de Ramón Ayala que salían de la vieja rocola, constataban que estábamos al interior de una cantina.
Era el año 2007. Un grupo de amigos literatos y bohemios de aquella metrópoli habíamos decidido rendirle un homenaje espontáneo a José Alfredo Jiménez, visitando todos los antros del primer cuadro de la ciudad. Era aquella mi mejor época de hombre del “Jet Set” de un lugar. Mi trabajo y principalmente mi matrimonio, me habían obligado a cambiar mi lugar de residencia hasta la cabecera de toda la zona oriente de Morelos y gracias a mis reconocimientos que algunas instituciones otorgaran a mis escritos; me había sido fácil acercarme a todos los promotores culturales, escritores e investigadores prestigiados de la región, incluyendo aquellos que por sus atracción a los ambientes de lupanares, eran considerados un tanto relajados de moralinas y quebrantadores de dogmas y de las “buenas costumbres”.
Todos llevábamos ropa “formal”, lo que nos hacía ser el objeto de atención de los visitantes frecuentes del establecimiento, el cual por cierto se llama “Cantina la Brisa”, aunque quien más se obsesionaba con la idea de acercársenos eran las meseras quienes coquetamente y con guiños, nos sonreían o de plano nos preguntaban si les invitábamos una bebida para hacernos compañía… era inútil, las reglas de juego se habían establecido desde antes: -Vamos a entrar a todas las cantinas del centro y en cada una de ellas pediremos sólo canciones de José Alfredo. Si hay mariachi o norteños, les pagamos una tanda y que nos canten puras de esas. Eso sí, no se vale invitar damas porque estropearían la intención con la que vamos; dijimos.
Una de las meseras, la más blanca y de facciones más finas, parecida un poco a quien fuera mi esposa en ese entonces; me aventó su cabello con olor a perfume barato en la cara para después indicarme – ¡lo que se te ofrezca! Yo, incómodo por la súbita invasión a mi espacio le pregunté un tanto molesto: ¿Qué tiene este lugar de extraordinario? Ella levantó la cara y me dijo: -¡espérame! y se marchó.
Dentro de poco llegó el dueño quien se ofreció a llevarme a la mesa en donde estuvo sentado el mismísimo general Emiliano Zapata y su compadre, ahí mismo según dijo. Yo sonreí y le dije que de qué estaba hablando. – No te miento… lo que oíste, replicó.
Uno de mis acompañantes y que había estado poniendo atención a lo que conversábamos, se me acercó y me dijo: - lo que te dijo el señor es cierto. Según se sabe, aquí se reunieron Zapata, Otilio Montaño y Amador Salazar en la feria de cuaresma del año 1911. Dicen que al parecer ese día fue 10 de marzo y que aprovecharon la gran concurrencia y el gran bullicio de este lugar, que desde ese entonces ya contaba con mucha clientela, para esconderse y silenciar los grandes acuerdos y las acciones peligrosas que estaban planeando. Recuerda que en ese entonces el gobierno perseguía a todo aquel que hablara de rebeliones y luchas organizadas.
Me quedé asombrado. Seguí al repentino guía de turistas y micro historiador en que se había transformado el dueño del establecimiento y emocionado tomé mi lugar debajo de un cuadro grande, en donde estaba dibujado el general Zapata y los personajes citados; sentados y con algunas bebidas y copas, justo en la mesa a la cual fui invitado.
Desde entonces aprendí que la historia se hace y se escribe, a veces, en los lugares más cotidianos e incluso en los sitios más velados, escondidos o negados por los adoradores de discursos grandilocuentes y con olores a pasajes gloriosos y broncíneos; propios de aquellos que niegan las pasiones y sentimientos carnales y primigenios, que tenemos todos los hombres.

Ulises Nájera Álvarez. Cronista.



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