CRIPTOGRAFÍAS DEL SILENCIO

“En el principio era el verbo y el verbo era Dios y el verbo estaba con Dios” dice la biblia. Señal de la sacralidad de la palabra, del respeto por lo que se expresa con las letras, de la mesura y conciencia con la que se tiene que utilizar la escritura. Porque el que cuida y atesora sus textos y la utilidad que deben de tener éstos, está más cerca de lo sagrado. Entonces el peso de lo que nace de su tinta se hace de tamaño más universal.
Eso lo sabían o lo adivinaban los más rústicos y también los más callados. Los que sin aspavientos de erudito o pose de engañabobos, se dedicaban a pulir sus temblorosas letras para regalárselas a sus semejantes. Así es, todo lo que escribimos tiene que tener una utilidad y una función comunitaria… y eso se vislumbra en las oraciones y enunciados de los primeros maestros de los relatos y los memoriales.
En estas geografías del país hubo varios, todos de origen sencillo y genuino. El más recordado se llamó Felipe Montero. Era de Cuautla y la tinta la tomó cuando su general y su causa, necesitaron de la memoria para nominar su pueblo. Se necesitó de su pobre arte literario, de su modestia en los trazos de un testimonio, para justificar otorgarle el mote de “histórico” a su ciudad y dimensionar la magia de la personalidad de José María Morelos, de quien se decía que era nigromante y que incluso tenía el poder de resucitar a los caídos en combate durante el sitio que rompieron sus compañeros: los insurgentes. A él se debe el cuaderno de las calles de Cuautla, texto atesorado por los más grandes historiadores y académicos. Letras en las que gira toda la identidad de una región de Morelos.
Luego delinearía su propio mundo un cantor, un tullido autodidacta que debió leer de los griegos, de los renglones de la biblia, de los poetas antiguos para formar versos en arte mayor y narrar los sufrimientos y las batallas de los humildes e iletrados revolucionarios, todo con el fin de que no se olvidara su sentir y su protagonismo. Respondió al nombre de Marciano Silva y según se sabe nació en los dominios de la sierra Montenegro, en un pueblo llamado Santa Rosa Treinta, cerca de “la cueva del granjel” y de los terrenos sagrados del cerro del Jumil, ubicado en Atlacholoaya. De él igualmente se ha hablado infinidad de cosas: que si Emiliano Zapata lo designó para registrar los acontecimientos de su lucha, que si lo conoció Silvestre Revueltas o que si su fama trascendió las fronteras de su tierra; pero lo que si es seguro es de su valía como cronista y de lo fundamental que son sus palabras de corridista para conocer a la única revolución campesina con un proyecto definido que ha tenido esta tierra y la cosmovisión de todo un pueblo.
En Jiutepec se ocupó de sus memorias el señor Vicente Aguilar. Un humano simple, valiente y comprometido con los momentos de reacomodo que experimentaba este antiguo señorío tlahuica, hecho municipio durante el siglo XIX y cabecera religiosa de toda la región sur de la sierra Montenegro hasta bien entrado el siglo pasado. Su mecanoscrito es primordial para más de un estudioso y sobre su obra o los datos sobre la cotidianidad de su pueblo que él hace, ha versado el campo de estudio de maestros y doctorados que sin su modesto legado, no podrían entender algunos procesos de este municipio, el más densamente poblado de todo México, por cierto.
También existen las letras y tildes de un tezoyuquense con sólo ocho meses de escuela. Un antiguo pastor laico de la iglesia metodista que llevó a cabo el repoblamiento de su comunidad de origen y con ello protagonizó la segunda fundación de Tezoyuca. Sobre los apuntes de Diego Álvarez, hechos en un cuadernillo “para asentar todo lo que no debe ser olvidado”, se realiza la única conmemoración fundacional (que no sea la del municipio) de un pueblo originario de esta gran cordillera llamada sierra Montenegro. Este inquieto y llano ex revolucionario, integrante del primer consejo de administración del ingenio azucarero de Zacatepec (el más importante del estado), impulsor y cómplice del inicio de la lucha social protagonizada por Rubén Jaramillo; tomó una tarde su lápiz y empezó la tarea de asentar recuerdos, cifras, nombres y luchas sin más intención que la de aportar una memoria comunal para todos sus coterráneos. Sobre éstas líneas se cimienta este festival cultural e identitario que se realiza cada 17 de enero.
Y ninguno de ellos tomó la palabra para su vanagloria. A nadie de ellos se le ocurrió desperdiciar las letras y sus sonidos para ensoberbecerse como lo hacen algunos cronistas actuales o “intelectuales”, que creen poseer la verdad de todo; que coleccionan artículos, libros, fotos o periódicos por el puro sentimiento de codicia, sin un proyecto definido y sin ese sentir comunitario con el que brillan los verdaderos maestros de la palabra exacta y precisa de la memoria de los pueblos. 
Lo reafirmo para que se entienda: aquellos que no necesitaron de  parlantes y estridentismos para callar a otros con el afán de quedarse como personas fundamentales para su región geográfica, son los que saben hacer valer lo que saben. Son los que dominan el valor del silencio y entienden que la humildad es la llave con la que se ingresa a ser patrimonio de nuestros semejantes… Quienes descifran la valía de quedarse callado hasta entender sobre lo que debe ser hablado y las maneras  en que debe de hacerse -porque conocen y sienten el espíritu de sus semejantes- son los que poseen un nombre que se quedó ya hasta en las piedras, como dijera el genial León Felipe.
Lo demás son arreglos que están de sobra en una melodía, filigranas en una obra ya terminada. Lo demás es aspirar a tener reconocimiento social porque eres mal segundero de un verdadero creador o porque saliste en fotos con personajes propios de la parafernalia “culturosa”.
ULISES NÁJERA ÁLVAREZ

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