NEBULOSAS DE AGUA

NEBULOSAS DE AGUA 
Antes de que empezaran las lluvias, los insectos enamorados de las gotas –las chicharras- se guardaban en el suelo. Antes, justo en los albores de los primeros aguaceros, en las auroras de los primeros chaparrones en los que las estrellas se caían entre las hierbas del campo.
Era una maravilla mirar las constelaciones danzando por las copas de los arbustos, tomando su lugar peregrino entre la galaxia que escenificaban las luciérnagas en Tezoyuca. Una nebulosa de luz aposentada en el traspatio de la casa materna y que nos gustaba atrapar para tener la ilusión de cargar un astro titilante entre los dedos.
También eran los tiempos del miedo, la temporada en que tenían la remota posibilidad de nacer las “culebras de agua”, esos seres fabulosos que partían cerros y pueblos por el puro antojo de demostrar su poder a los humanos y que alguna vez, uno de esos seres tirara mi hogar con todos nosotros adentro. Poder asombroso del agua, culebreo del miedo hecho gotas que se te mete en el tuétano de los recuerdos.
Recuerdo también de parvadas de hormigas aladas, de las gigantes chicatanas que se azotaban con furia contra focos, velas y las pocas lámparas públicas con las que contaba el pueblo en ese entonces, cuando yo tenía apenas 14 años. Cuerpos redondos que agonizaban en las calles y con las que infinidad de ranas, sapos y niños se alimentaban de la abundancia de la tierra vuelta insecto.
Las aguas constituían la alegría y el gozo de los ojos. Los momentos calmos después de los aguaceros, en que la Sierra Montenegro amanecía oliendo a verde silvestre y a barranca cargada de escurrimientos y ramas tiradas de copales y capulines. Festín de los sentidos y mayormente de la vista que no atinaba si concentrarse en los colores de multitud de “caballitos de agua”, catarinas, “diablitos”, moyotes, “carritos” y hormigas arrieras. Momentos de ejercitar la imaginación contemplando las nubes y adivinar los cuerpos y caras que nos dibujaban a los pequeños mortales quienes las mirábamos con azoro.
Los acahuales nacían pronto, habitando de flores amarillas las jegüiteras del entorno, dotándonos de paredes para construir laberintos en los límites de la escuela primaria, ubicada a las orilla del cerro de tezontle que en esos meses mudaba su color vino por el verde de verdolagas, huizapoles y chichicastles que crecían en su piel eterna.
El azul y morado de los racimos de “quiebraplatos” nos adornaban trancas y tecorrales, simulando el laberíntico remolino del aire que se va al cielo y le extravía los colores nostálgicos de las puestas de sol sobre los horizontes de Xochicalco, destino también de la mítica culebra alada que salía del texcal de don Cecilio y surcaba los vientos meneando a las espigas de los cañaverales.
En ese entonces era importante saber donde “se ponía el agua”, es decir conocer los recovecos del paisaje en los cuales, si se cargaban de nubes, era señal inequívoca de que caería lluvia por la tarde. O conocer si el aire se llevaría las aguas para más al sur y sólo escucharíamos los ronroneos de los truenos recorriendo los caminos algodonosos de los cúmulus y cirrus.
De vital importancia era tener conocimiento para poder “quitarse el agua” (guarecerse de la lluvia) en caso de andar en despoblado. Tener el oído entrenado para distinguir el atronar de las crecidas de los ríos y retirarse a tiempo de los afluentes, sin el riesgo de ser arrastrado por los “rápidos” alocados de las lluvias que cayeron en los pueblos de más arriba.
Otros secretos nacían en el tiempo de aguas: era el momento en que brotaban, de no se qué raíces, las orquídeas silvestres; igual nacían las plantas llamadas “lengua de vaca” que tienen uso comestible semejante al de los berros e incluso germinaba la llamada hierba rasposa, usada para ayuda de los “periodos” de las mujeres o igualmente como abortivo para aquellas que no deseaban compromisos…
Y mucho de esto se ha muerto: de los cerros solo quedan en pie algunos paredones, de las luciérnagas al igual que las estrellas, cada vez miramos menos; de la variedad de insectos sólo nos queda ver piedras como esquelas de la gran mortandad que causaron los insecticidas, de las chicatanas nos queda el nombre y las narraciones de esos platillos “exóticos” para la mayoría de nuestros hijos. Pero sin duda lo que más se ha perdido es el conocimiento, la capacidad de percepción de los elementos naturales de nuestro mundo, el gran acervo heredado de nuestros padres y abuelos que nos hermanaba con los materiales primigenios y nos hacían entender los mensajes de murmullos, ruidos, nacimientos, olores y calores de la tierra.
Y eso es lo que vamos a dejar a los que vengan: un paisaje sin historias ni leyendas, sin siluetas o cuerpos, sin saberes y patrimonio de aquello que nos constituía como seres elementales del universo. Un paisaje más hueco y despojado de dignidad que hace que un paraje no valga más de lo que nos dice un valuador de catastros.
Pero no olvidemos que la tierra, nuestra tierra, ya ha visto sepultar a gigantes, fósiles, culturas y dinosaurios. No olvidemos que estas reminiscencias del conocimiento de las comunidades originarias, se perpetuarán únicamente por aquellos que decidan tener la responsabilidad de salvarlo.
Bienaventurados sean los semejantes que ejerzan el apostolado de esta locura.

ULISES NÁJERA 





FOTOGRAFÍAS DE JOVANNY CASTAÑEDA V.

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